sábado, 10 de octubre de 2020

 

Cuántas veces no hemos oído a alguien que contempla una pintura abstracta decir que eso lo haría su sobrino de cinco años. Sin desdeñar lo que de cierto tiene en muchas ocasiones esta afirmación, este artículo pretende alertar de la banalización de meter en el mismo saco tantas obras que a principios del siglo XX revolucionaron una forma de entender el arte que se remontaba a las primitivas pinturas rupestres. 

Efectivamente, desde que hace miles de años el hombre empezó a ilustrar las paredes de su cavernas con escenas de caza, el arte había sido figurativo y realista representando objetos identificables de una manera verosímil y racional: un cazador, un ciervo, etc

Sin embargo, ya en los años inmediatos al cambio de siglo (del XIX al XX), la cultura occidental se vio invadida por un sentimiento de pesimismo y desconfianza hacia la razón, la ciencia y el progreso  defendidos por los cultivadores del realismo. Estos presupuestos tan eficaces desde un punto de vista material durante el siglo XIX, empezaron a hacer aguas desde una óptica más espiritual: el crecimiento económico generaba injusticias sociales, hasta casi finales del siglo proliferaron las quiebras y los descensos bursátiles  y, sobre todo, el voraz capitalismo de las potencias mundiales desembocó en la primera guerra mundial, ejemplo supremo del irracionalismo humano que condujo a una crisis de los valores hasta entonces imperantes.

        A este desprestigio del sistema capitalista, hay que unir el hecho de que,  poco a poco, la confianza en la razón empezaba a tambalearse: determinados descubrimientos científicos apuntaban la posibilidad de que aspectos que hasta entonces se consideraban regulados por leyes muy precisas e inmutables eran, sin embargo, impredecibles y contenían elementos de incertidumbre y relativismo que conllevaron una considerable merma  de la racionalidad de la misma ciencia. Por ejemplo, Einstein en 1912 desarrolló la teoría de la relatividad, según la cual no existía ningún sistema de referencia absoluta, ya que todo dependía del objeto de estudio.

 La psicología racionalista sufrió también una conmoción a principios de siglo cuando Freud aseguró que los verdaderos móviles de la conducta humana eran desconocidos por el propio sujeto, pues no constaban en sus planteamientos racionales. El hombre está regido por unos impulsos elementales que lo orientan hacia el placer, pero a ellos se opone la conciencia moral o social que los reprime y los sepulta en el subconsciente o inconsciente. Así, en lo más profundo de nuestra personalidad se almacena un complejo material psíquico, cuyo origen está en la niñez, (deseos frustrados, impulsos reprimidos, etc) que nos acompaña sin que lo advirtamos, pero que explica muchas veces nuestro comportamiento. En definitiva, si se admite la existencia de un inconsciente, está claro que la razón está muy limitada y nuestros actos escapan a nuestro propio control consciente.

            Ante este nuevo panorama ideológico (conocido como la crisis de la razón), el hombre del siglo XX desposee al arte de su mera función representativa de la realidad, entre otras cosas porque  la continua transformación de esta (comparemos cómo era el mundo hasta el siglo XIX con los vertiginosos cambios que supuso el siglo XX) le quita sentido a este objetivo.  A partir de ahora, se perseguirá una renovación buscando otras formas estéticas donde el creador no pretenderá tanto reflejar el mundo de manera racional y genérica (para ello eran más útiles nuevas artes como la fotografía o el cine), sino  transmitir cómo él lo percibe y siente . Es lo que se popularmente se conoce como arte abstracto.

            Este revolucionario cambio en la creación artística debía ir acompañado de otro semejante en la percepción de quien la contempla: antes, primero se entendía racionalmente y luego gustaba  o no, pero, a partir de ahora, el sentido será el inverso, de forma que un poema o un cuadro podían seducirte sin necesidad de comprenderlos.

         De hecho, me atrevería a afirmar que a lo largo de la historia del arte, las ideas, reflexiones, sentimientos, ideologías, cosmovisiones, o como se quieran llamar, han sido recurrentes y lo que ha cambiado ha sido la forma de expresarlas. En este sentido, el papel de lo que genéricamente se llama arte abstracto ofrece unas posibilidades infinitas respecto al figurativo o realista. 

           Para ilustrar esto, voy a recurrir a dos ejemplos: uno pictórico y otro literario. Respecto al primero, comparemos dos cuadros de la misma época: "Aviones negros "de Horacio Ferrer y el universal "Guernica" de Pablo Picasso. De hecho, ambos fueron un encargo de la República para denunciar en la Exposición Internacional de París en 1937 la barbarie y la violencia indiscriminada de los bombardeos nacionales durante la guerra. Por tanto, su interpretación ideológica es semejante,  sin embargo, los cauces estéticos elegidos son diferentes: mientras "Aviones negros" apuesta por formas identificables y racionales (realismo), Picasso construye su escena a través de una óptica cubista donde no existe una equivalencia figurativa con la realidad (abstracto) . El que contempla  la obra del pintor malagueño se siente embargado irracionalmente por la destrucción que destila el cuadro  sin necesidad de entender ni su composición ni lo que representa cada figura. En cambio, la pintura de Horacio Ferrer primero se comprende porque se identifica cada imagen con su correlato real: tres niños, dos madres y una abuela. Una vez hecho este ejercicio interpretativo, decidimos si nos gusta o no.  





            Algo parecido, vemos en estos dos poemas: el primero es de Bécquer, hijo aún de una época donde la razón sigue orientando al artista, incluso a la hora de expresar sentimientos.  El segundo, de Vicente Aleixandre, miembro de la generación del 27, es un ejemplo de lenguaje surrealista donde las metáforas no responden a una traducción lógica.


            El sentido de los dos es el mismo: el amor es una unión de dos amantes de la que surge un nuevo ser, de ahí que, en el fondo, supone la  destrucción de cada uno por separado. Bécquer hace una perfecta selección de realidades cuya fusión supone necesariamente la desaparición de cada uno de sus dos componentes (dos llamas, dos nubes, dos olas, dos notas) y lo hace a través de metáforas matemáticas,  fácilmente reconocibles por un lector tradicional. En cambio,  Vicente Aleixandre  elabora visiones o imágenes visionarias (en terminología de Carlos Bousoño) donde no rige ninguna lógica, de manera que al lector no le llegan no por vía racional (entenderlas) sino irracional. Primero, le seducen, le embriagan, tocan el alma, en definitiva, le gustan y, luego, si lo cree necesario, las interpreta.    

           
            Evientemente, cada modalidad artística requiere un perfil diferente de, llamémosle así, consumidor y, no nos engañemos, sigue predominando el racional, cuyo placer estético es proporcional a su comprensión lógica y que es  quien  suele despreciar la otra forma diciendo que hasta su sobrino de cinco años la haría mejor.

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